El ultranacionalista Bennett obtiene la investidura como primer ministro con mayoría muy ajustada y un programa de mínimos pactado por ocho partidos.
Israel ha cerrado este domingo un cambio de ciclo tras 12 años de mandatos consecutivos del conservador Benjamín Netanyahu, de 71 años, como primer ministro. La Kneset (Parlamento formado por 120 escaños) dio su voto de confianza a un nuevo Gobierno integrado por ocho partidos que abarcan todo el espectro político, incluido por primera vez uno de la minoría árabe. A pesar de que solo aporta siete diputados a esta amplia y heterogénea coalición sostenida por una endeble mayoría de 60 escaños (frente a 59 en contra), el ultranacionalista Naftali Bennett, de 49 años, ha obtenido la investidura con un programa de mínimos.
La razón única para la amalgama de este Ejecutivo ha sido apear a Netanyahu antes de que arrastrara a los israelíes a unas quintas elecciones en poco más de dos años con tal de ponerse a resguardo del proceso que le abrió en 2019 la justicia por fraude y soborno. Ahora, el nuevo Gobierno tendrá que demostrar que sabe trabajar con cohesión.
En un bronca sesión en la que fue constantemente interrumpido por gritos desde las bancadas del Likud de Netanyahu y de sus aliados ultraortodoxos y de la extrema derecha, Bennett apeló a la reconciliación de los israelíes. “Me he sentado en un Gobierno con personas de distintas opiniones. Ustedes no saben sentarse con nadie”, censuró a quienes intentaban boicotear su intervención. Diputados extremistas, como Bezalel Smotrich e Itamar Ben Gvir, fueron expulsados del pleno por los servicios de seguridad de la Kneset.
El nuevo primer ministro anunció una línea dura contra Irán para impedir que se dote del arma atómica, pero agradeció acto seguido el apoyo a Israel del presidente de EE UU, Joe Biden, quien negocia con Teherán la reactivación del acuerdo nuclear de 2015. Biden fue precisamente el primer mandatario internacional en felicitarle por su investidura en una llamada telefónica.
Bennett también advirtió a Hamás de que no intente ponerle a prueba con ataques de cohetes desde Gaza, en su única mención explícita a la cuestión palestina. Pero ante todo elevó el tono como estadista al prometer “una nueva etapa con los árabes de Israel”, después de haber mantenido en el pasado posiciones políticas ultranacionalistas judías, y un mes después de la ola de violencia interétnica que incendió ciudades con población mixta judía y árabe.
Netanyahu hilvanó poco después desde la tribuna del Parlamento un discurso de despedida en defensa del legado de su largo mandato, antes de pasar a la oposición, de donde anunció que regresará, tras “derrocar a este peligroso Gobierno izquierdista, más pronto de lo que se cree”.
El primer ministro saliente tocó un nervio especialmente sensible en las relaciones bilaterales con Washington al acusar a Bennett de no tener capacidad de negarse ante las imposiciones de Biden desde la Casa Blanca. “La nueva Administración me pidió que no mostrara oposición al acuerdo nuclear con Irán, pero le dije que no podía hacerlo”, aseguró en la Kneset apelando a “lecciones de la historia”. “En 1944, en pleno Holocausto, el presidente [Franklin] Roosevelt se negó a bombardear las cámaras de gas, lo que podría haber salvado muchas vidas”, argumentó en una inusual crítica al principal aliado político y militar del Estado judío.
La oposición israelí no ha sabido encontrar otra fórmula para descabalgar del poder al primer ministro que durante más tiempo ha gobernado en la historia de Israel: 15 años si se suma su primer mandato (1996-1999). “Netanyahu intenta llevar a todo el país a su Masada personal”, advirtió Bennett dos semanas atrás cuando confirmó que se sumaba al proyecto del “Gobierno del cambio” y rompía definitivamente con la derecha.
La mención al suicidio colectivo de cientos de nacionalistas judíos antes de caer derrotados por las legiones romanas en una fortaleza junto al mar Muerto, hace cerca de dos milenios, fue una poderosa imagen de los peligros derivados de la polarización de la sociedad y el bloqueo de las instituciones, a causa de la obcecación del primer ministro por mantenerse en el cargo.
El líder natural de la oposición, el centrista Yair Lapid, de 57 años, jefe de filas de la segunda mayor fuerza de la Kneset tras el Likud de Netanyahu, se sacrificó para ceder a Bennett, a quien duplica de largo en número de escaños, la dirección del nuevo Gabinete durante la primera mitad de la legislatura.
Ambos encarnan un relevo generacional en la política israelí y se turnarán en el puesto dentro de poco más de dos años. Gobernarán coordinadamente, con derecho de veto recíproco sobre las decisiones esenciales, mediante un pacto de rotación en el poder. En el fragmentado sistema parlamentario israelí hay precedentes de otros gobiernos de unidad nacional, como el que pactaron hace 37 años el laborista Simón Peres y el conservador Isaac Shamir.
Los israelíes consideran que la coalición de Bennett y Lapid con otros seis socios dispares durará poco. Un 43% de los ciudadanos cree que será breve y un 30% opina que solo aguantará un tiempo, según una encuesta difundida por el Canal 12 de televisión. Y apenas un 11% apuesta a que pueda completar la legislatura. “Parafraseando a Jorge Luis Borges en el poema Buenos Aires, a los socios de la nueva coalición ‘no los une la ideología, sino el espanto” a Netanyahu, resalta el analista político de origen argentino Daniel Kupervaser. Considera que tienen razón de sobra los aliados del primer ministro saliente que presagian su pronta debacle. “Pero la falta de alternativas de cada uno por separado”, advierte, “funcionará previsiblemente como factor aglutinador”.
El primer desafío al que Bennett, Lapid y el resto de sus socios se enfrentarán para enviar un mensaje de credibilidad es la aprobación de unos presupuestos del Estado. Serán los primeros desde 2019, e irán destinados a reforzar el sistema sanitario y reactivar la economía tras la pandemia, que Israel se dispone a dejar atrás en los próximos días con el fin del uso obligatorio de mascarillas en lugares cerrados.
También tendrán que ponerse de acuerdo, según el pacto de coalición, en la limitación del número de mandatos consecutivos —dos o hasta ocho años–— al frente del Gobierno, en una medida que puede cerrar el paso a un eventual retorno inmediato de Netanyahu desde la oposición. E incluso deberán consensuar asuntos tan diversos como la despenalización del consumo de marihuana y la regulación de su uso recreativo.
Miles de israelíes se echaron por la noche a las calles de Tel Aviv, donde se concentra el voto de centroizquierda, para saludar la votación de confianza en favor del nuevo Gobierno. La celebración puede ser efímera. Lo que no contemplan en ningún caso los acuerdos es la apción de decisiones espinosas que pueden hacer caer al Gobierno. No se esperan avances en las negociaciones con los palestinos —suspendidas desde 2014— en un Gabinete donde se sientan halcones partidarios de la anexión de Cisjordania, como el propio Bennett, junto a palomas defensoras de la solución de los dos Estados, en el caso de Lapid y los laboristas.
El statu quo sobre el papel social del judaísmo también se presenta como una línea roja que han preferido no traspasar ni el religioso Bennett ni el laico Lapid. No es previsible que se autorice el transporte público o la apertura generalizada de locales de negocio en sabbat, la jornada sagrada de descanso, aunque la coalición pretend poner fin al monopolio de los ultraortodoxos en la remuneradora certificación de alimentos y locales kosher, ajustados a la ley religiosa. La incorporación de los estudiantes de las yeshivas (escuelas rabínicas) al servicio militar, del que están exentos en la práctica, es otro de los puntos de fricción de la coalición. Desde las filas de los jaredíes o temerosos de Dios no se ha tardado en excomulgar de facto a Bennett y conminarle a que deje de usar la kipá, el casquete redondo con el que cubren la cabeza los judíos practicantes.
“Las cláusulas de salvaguarda y mecanismos de garantía del acuerdo no salvarán al nuevo Gobierno de saltar en pedazos. Solo servirá la confianza mutua”, argumenta el analista Nahum Barnea en su columna en Yedioth Ahronoth. “Lapid ya ha mostrado contención y perseverancia. Ahora es el turno de Bennett para demostrar su capacidad de liderazgo”, precisa.
Al frente de un pequeño partido árabe con cuatro escaños decisivos en la Kneset, el islamista Mansur Abbas ha arrancado un compromiso presupuestario para invertir más de 13.000 millones de euros en vivienda, infraestructuras y políticas de seguridad para las comunidades de origen palestino, que agrupan a una quinta parte de los 9,3 millones de israelíes. Su presencia en el pacto de Gobierno no tiene precedentes en el Estado judío, aunque el religioso conservador islamista Abbas, emparentado con los Hermanos Musulmanes, también ha impuesto un veto a la instauración del matrimonio civil para parejas homosexuales.
Marcha nacionalista judía en Jerusalén
Sobre el papel, los inestables equilibrios del pacto de coalición a ocho bandas parecen estar compensados. Pero la gestión de la realidad cotidiana del nuevo Ejecutivo —que contará con 27 ministerios y en el que por primera vez habrá nueve mujeres ministras— pondrá a prueba su consistencia. Bennett y el “Gobierno del cambio” no tardarán en tener que demostrar si son más de lo mismo o representan un nuevo ciclo. La policía ha autorizado el martes una multitudinaria marcha nacionalista radical judía en la Ciudad Vieja de Jerusalén. Los participates no atravesarán el barrio musulmán, como estaba inicialmente previsto, pero lo bordearán y se concentrarán con banderas de la estrella de David en su principal acceso: la emblemática puerta de Damasco. Hace un mes, el provocador desfile tuvo que ser suspendido por el disparo de cohetes desde Gaza contra Jerusalén tras una amenaza de Hamás.
El nuevo Gabinete afrontará además en los próximos días la demolición del asentamiento salvaje (no autorizado por Israel) de Evyatar, en el norte de Cisjordania, y el desalojo forzoso de decenas de colonos extremistas por orden judicial. Está por ver cómo reaccionará Bennett, quien hace una década fue el presidente del Consejo Yesha, la principal organización de los colonos de Cisjordania.
“El Gobierno trabajará unido para los israelíes religiosos, laicos, ultraortodoxos, árabes. Para todos sin excepción”, es el mantra que ha entonado hasta ahora el nuevo primer ministro para disipar dudas y hacer reverdecer la esperanza del consenso político tras la etapa final de “tierra quemada” de Netanyahu.
Para el primer ministro saliente, el pacto de casi toda la oposición con el solo fin de destronarle equivale a una “conspiración del Estado profundo” en “un peligroso Gobierno izquierdista”, a pesar de que la mayoría de sus miembros se encuadran en el centroderecha. Su denuncia contra el “fraude electoral del siglo en Israel” trae ecos de la estrepitosa salida del poder en EE UU del republicano Donald Trump, con quien Netanyahu lideró una internacional populista iliberal en la que aún subsisten el húngaro Víktor Orban, el indio Narendra Modi o el brasileño Jair Bolsonaro.
“Netanyahu se había convertido en su peor enemigo a causa de su egocentrismo, paranoias públicas y privadas, avaricia y constante incitación a la violencia”, apunta como causas de su caída el analista económico Sever Plocker en Yedioth Ahronoth. Frente a quienes destacan su legado de crecimiento exponencial durante cuatro mandatos encadenados desde 2009, Plocker cuestiona el “escándalo social que supone dejar a más de dos millones de israelíes por debajo del umbral de la pobreza”.
JUAN CARLOS SANZ